divendres, 24 d’octubre del 2014

Matar al mensajero


Volvía a casa. ¿Qué encontraría? Su marido aún estaba en el hospital cumpliendo la cuarentena, y Excalibur... le habían dicho que no tuvieron más remedio que sacrificarlo. ¿Por qué? ¿No podían hacerle pruebas y comprobar si había desarrollado la enfermedad? Parece ser que los africanos y los perros no tienen derecho a una oportunidad.
Al ver el edificio donde vivía le recorrió un escalofrío. Cuántas veces había soñado en aquel hospital que volvía a la vida normal, que miraba las noticias en la televisión mientras desayunaba de pie, que salía de casa corriendo para ir al trabajo, que volvía cansada con mil tareas aún por hacer. Por fin volvía, pero seguro que no sería una vida normal.
Para empezar, pudo ver como un vecino se volvía a meter en la portería al verla llegar, es la reacción que esperaba, desgraciadamente no le han sorprendido. ¿Pero qué esperaba? ¿Una medalla? En Liberia conceden diplomas a los supervivientes al Ébola, aunque realmente son certificados que han de servir para que los vecinos de esos supervivientes comprueben que están sanos y no los aislen, o evitar que tengan tentación de tapiarles la casa para que no salgan y los infecten.
La única diferencia entre aquellos vecinos africanos y estos españoles no es otra que la desesperación. En África viven aterrorizados pensando quién será el siguiente, aquí pensamos que nunca nos ocurrirá a nosotros, protegidos por esa burbuja de falsa seguridad. Hasta que un día...
Teresa subió en el ascensor y entró en su casa sin toparse con más vecinos. Lo primero que hizo fue encender la cafetera. Tuvo la tentación de conectar el televisor pero en el último momento rechazó la idea, ¿y si hablaban de ella? ¿qué dirían?
Cogió la taza de café y se la bebió despacio, sorbo a sorbo, saboreándola en silencio. De pronto sonó el timbre. ¿Quién sería?
Abrió y se encontró con los vecinos del quinto.

- Bienvenida a casa, Teresa.
- Gracias... es una sorpresa muy grata.

Se oyeron pasos en la escalera. Otros vecinos aparecieron en el rellano.

- Nos hemos enterado ahora de que habías llegado. ¿Cómo te encuentras?
- Bien, bien. Un poco confusa.
- Cuenta con nosotros para lo que necesites. Si quieres te podemos acompañar a hacer las compras, pero mejor no te quedes en casa, sal y que la gente se acostumbre a verte.
- No sé si podré.
- Has de poder. No te escondas, tú eres la heroína, no la villana. Tú estabas trabajando cuando te contagiaste. Corriste un riesgo mortal por atender a un enfermo. ¿Quién en su sano juicio te puede acusar de ser una mala profesional? Eres todo un ejemplo para esta sociedad.
- Lo intentaré.
- Nosotros te ayudaremos.
- Muchas gracias.
- No, gracias a tí.

El rellano se había llenado de vecinos que apoyaban a Teresa en ese momento. Sus ojos se llenaron de lágrimas y no pudo impedirlo. Demasiadas sensaciones.

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