Ha sido una noche dura. Apenas tres horas de sueños interrumpidos por unos lloros que reclaman comida. Y lo peor es que no es la primera noche ni será la última. Es lo que tiene ser padre primerizo, cuesta adaptarse a esa pequeña criatura que de repente se ha establecido en tu hogar cambiandotelo todo.
Aprovecho este pequeño oasis temporal de tranquilidad, mientras su mamá le acompaña en una siesta necesaria para ambas, para escribir sobre esta experiencia.
Hoy cumple doce días. En este tiempo se han sucedido momentos de gran estrés con otros de completa relajación, de sentirse tan colmado que las lágrimas te llenan los ojos sin saber la razón.
Sin ninguna duda el momento más especial fue aquel en el que nos conocimos, cuando la comadrona apareció en aquella sala de esperas solitaria con una cunita. Allí, entre gorrito, arrullo y pelele, estaba ella. Le separé un poco la ropita de la cara y entonces pude ver sus ojos extremadamente abiertos, y una increible sonrisa que le dedicaba al mundo, o quizás a mí. Esa fue la primera vez que me hizo llorar, a saber cuantas más volverá a hacerlo, espero que muchas durante muchos años. Entre sollozos saqué mi móvil y le hice su primera foto, “Bienvenida al mundo, Laia”, le dije con voz entrecortada por la emoción. Ella seguía mirándome, diciéndome con sus ojos casi ciegos “Hola papá”.
Ojalá nunca olvide ese momento, el más feliz de mi vida.